En un mundo ideal, las elecciones serían el mecanismo perfecto para que los pueblos ejerzan su poder y elijan a quienes los representen con honestidad y visión de futuro. Pero la realidad dista mucho de ser ideal. La corrupción, ese cáncer que corroe las instituciones y desangra los recursos públicos, es una constante. Y aquí surge una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿qué responsabilidad tiene un pueblo que, elección tras elección, elige a políticos corruptos? ¿Son solo víctimas de un sistema perverso, o se han convertido, en cierta medida, en cómplices o incluso beneficiarios de su propia desgracia?
Es fácil caer en la tentación de culpar únicamente a los corruptos que han hecho una carrera enriqueciéndose a costa del bien común, de los recursos de todos, o a las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad. Sin duda, ellos tienen una gran parte de responsabilidad. Pero no podemos ignorar el papel que juega la sociedad que, consciente o inconscientemente, valida y normaliza estas prácticas con su voto. Cuando un pueblo elige a un corrupto, no está simplemente siendo engañado: está enviando un mensaje claro, que la corrupción es tolerable, que el cambio no es una prioridad, y que el cortoplacismo y el interés individual pesan más que el bienestar colectivo.
Para el corrupto, cada condena, cada investigación, cada formalización, cada destitución, cada coima parece convertirse en una medalla o un galvano cuando el pueblo lo premia con su voto. Es como si la impunidad no fuera suficiente, sino que necesitan también la validación popular. Y ahí radica el verdadero drama: cuando la corrupción no solo se tolera, sino que se premia, se convierte en un ciclo imparable. El corrupto sale fortalecido, con más poder y más recursos para seguir perpetuando un sistema que beneficia a unos pocos a costa de muchos. Y el pueblo, al votar por ellos, les da ese poder. Les dice, con su voto, que sus acciones no tienen consecuencias, que pueden seguir robando, mintiendo y traicionando sin temor a perder su lugar en el poder.
Pero aquí no solo hablamos de validación, sino también de conveniencia. En contextos de pobreza, falta de educación, desesperanza y, sobre todo, de una profunda carencia de conciencia social y cívica, muchas personas sienten que no tienen opciones reales. La corrupción ha minado tanto la confianza en las instituciones que la idea de un cambio genuino parece una utopía. Y así, se instala la mentalidad del «¿para qué intentarlo?», una resignación que se convierte en caldo de cultivo para que los mismos de siempre sigan en el poder. Pero hay algo más: el individualismo. Aquel que piensa: «Si este político me promete pintar mi casa, arreglar mi calle o darme un bono, ¿por qué no votar por él? Total, yo gano algo».
Este es el otro lado de la moneda: la corrupción no solo se alimenta de la impunidad de los políticos, sino también de la conveniencia de quienes buscan beneficiarse a corto plazo, sin importarles las consecuencias a largo plazo para el conjunto de la sociedad. El problema es que, en muchos casos, estas personas no son plenamente conscientes de que están siendo partícipes de un sistema corrupto. No ven la conexión entre el voto que emiten y los fondos que luego se desvían directamente a los bolsillos de quienes gobiernan. No entienden que, al aceptar una promesa personal, están contribuyendo a un sistema que, en el fondo, los perjudica a ellos y a todos.
Y es aquí donde la responsabilidad social adquiere otra dimensión. No se trata solo del voto, sino de la conveniencia que ese voto representa. «Te prometo que voy a darte el proyecto que postulaste, pero vota por mí», «te prometo que te vamos a asignar la plata que necesitas para tu negocio», «te prometo una cajita de mercadería», dice el político. Y el individuo, en su desesperación o en su búsqueda de una mejora inmediata, acepta. No piensa en la corrupción que puede haber detrás de esos fondos, en las licitaciones amañadas o en los desvíos de recursos. Solo ve su beneficio inmediato. Y así, sin quererlo, se convierte en un engranaje más del sistema corrupto.
No culpo a quienes están atrapados en esta dinámica, pero sí los insto a reflexionar sobre el poder que tenemos. Cada voto es una oportunidad para decir «basta». Cada elección es una chance para romper con el ciclo. Porque, al final, un pueblo que elige a corruptos no es solo víctima de un sistema fallido, sino que es también partícipe de su propia opresión. La corrupción no se sostiene solo desde arriba: necesita de la complicidad, activa o pasiva, de quienes están abajo.
La buena noticia es que esta dinámica puede romperse. Cuando la indignación supera al miedo, y la esperanza vence a la resignación, es posible construir un futuro distinto. Pero para ello, es necesario asumir la responsabilidad colectiva de exigir más, de votar con conciencia y de no conformarse con lo que siempre ha sido.
La lucha contra la corrupción no es solo una batalla política o legal, finalmente es también una batalla cultural. Se trata de cambiar mentalidades, de dejar de normalizar lo que nunca debió ser normal, y de entender que, aunque el camino sea difícil, la alternativa es mucho peor. Un pueblo que elige a corruptos no es solo víctima: es cómplice. Pero un pueblo que decide dejar de serlo puede convertirse en el arquitecto de su propia liberación. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a dar ese paso?